1 de mayo de 2010
Humberto Costantini
Estimado prócer
(fragmento)
Una plaza. En un costado, la estatua de un prócer. En el otro, un banco donde aparece, sentado, el personaje. Tiene 45 años. A su lado, una valija, no un portafolios, sino una vieja valija con algún remiendo, de las que se usan para llevar muestras.
Estimado prócer... (Se levanta.) No, no me mire así. No he venido a venderle nada...
Ocurre que hasta las dos y media no abren en lo de Dubcovsky Hermanos. Por aquí no tengo ningún otro cliente... y espero. ¿Qué voy a hacer?
Son las dos recién. Todavía faltan treinta minutos...
Mire, hoy, seguro seguro que algo van a comprar. Y son tipos éstos que del uno al cinco de cada mes... (Señas de pagar.) ¡Muy buena gente! ¿Usted no los conoce?
¡Pero sí!... ¡Si están aquí, al ladito de la plaza! ¿Tiene que conocerlos! Uno gordo... de campera... ése es José Dubcovsky. Ése es el que hace las compras. El otro se llama Marcos, es un petisito, rubio, que está siempre al fondo del negocio. ¡Cómo no los va a conocer!...
(Pausa.)
Bueno, pero a lo mejor usted... está pensando en otras cosas. Qué sé yo. Cosas importantes... la patria... la humanidad... No se interesa por ellos.
(Señalándose el pecho, casi con un gesto de desafío:)
¡Pero yo sí me intereso!
Oiga: Dubcovsky Hermanos: Villegas 429; Francisco Adad: Almafuerte 453; Bazar “La Flor de Lis”, de José Álvarez: Rondeau 921. Pedro Flores... ¿Eh? ¿Qué me dice? ¿Ve? Todos en la cabeza los tengo. ¡Y no solamente la dirección! Le puedo dar, nombre por nombre, ¿sabe?, ¡nombre por nombre!, la fecha de su última compra, la forma de pago, si son morosos o no son morosos... Todo le puedo decir. Sí, todo. Hasta si son peronistas, radicales, socialistas, o lo que sea. Todo.
Sí, son mis clientes. Es el mundo en que yo ando todos los días, ¿entiende? (Lentamente, pensando lo que dice:) Todos los días. Uh... si lo conozco...
(Transición brusca.)
Usted no los conoce, ¿verdad? Claro, usted no puede pensar en ciertas cosas. Sería ridículo. Con esa prestancia que usted tiene (lo imita), esa barba... esa frente... Esa frente en donde sólo caben altos pensamientos... No, no puede.
Y sin embargo me gustaría, ¿sabe? Me gustaría verlo a usted metido en mi mundo. Aunque fuera por una semana...
(Pausa)
Ah... libros (acariciándolos), bonitos libros... ¿Usted nunca intentó leerlos en el 217? Es ese colectivo que para ahí, en la esquina de la plaza. Le sugiero que no lo intente. Es un poco molesto, ¿sabe? En el colectivo no se viaja solo. En el colectivo hace mucho calor, además. La gente lo empuja, lo aprieta, lo codea. A veces no hay ni lugar para apoyar los pies y falta el aire. Es sofocante, ¿sabe?
¡Y la valija! La valija que molesta por todos lados. ¡Y la otra mano que usted tiene que tener prendida ahí para no caerse! ¿Con qué mano va a tomar los libros entonces? ¿Me quiere decir?
Además... La cabeza siempre ocupada. ¡Eso, eso, eso, eso! ¡Siempre ocupada la cabeza! ¡No, qué humanidad ni qué niño muerto! ¡Cosas concretas! ¡Cosas urgentes, señor! Las ventas que hizo, por ejemplo. Las que podría hacer. Multiplica y le queda tanto de comisión. Entonces piensa que la semana es floja. Y que tiene que verlo a Fulano. Pero antes de las cinco porque después no atiende a los corredores. Y piensa que si Fulano comprara una docena serían... Y multiplica otra vez, y otra vez hace cálculos...
En fin, usted no puede imaginarse todo lo que piensa un hombre que está en la calle vendiendo.
Yo le digo que no piensa en otra cosa que no sean las ventas. Yo se lo digo. (Serio.) Yo, que a veces quiero pensar en otra cosa y no puedo. (Transición.) ¿Pero usted qué se cree? ¿Que yo nací con la valija en la mano o qué? ¿Usted no cree que yo antes era distinto?
Mire, cuando muchacho soñaba que llegaría a ser un gran hombre. No, no soñaba, estaba seguro. ¿Y todo por qué? Porque yo tenía una forma distinta de mirar las cosas, de mirar el mundo... qué se yo... una forma... meditativa. A lo mejor es ésa la palabra.
¿Cómo le podría explicar?...
Uh... ¿me permite? Una hormiga. Estaba por llegar a un sitio... inconveniente... (La toma y la deposita en el suelo.)
¿A usted nunca se le ocurrió preguntarse qué piensa la gente cuando ve esa hormiga, por ejemplo? A mí sí. Y me daba cuenta de esto: que la mayoría de la gente, al mirar una hormiga, inmediatamente pensaba en la verdura, la quinta y el hormiguicida. Tac, tac, tac. Una relación casi automática. Verdura, quinta, hormiguicida.
Bueno, a mí no me parecía mal que la gente pensara así. No, de ninguna manera. Yo decía: es la forma simple, la forma directa de entender las cosas.
¿Sabe en qué pensaba yo?
(Evocando, con absoluta, honda sinceridad:) Yo pensaba en el milagro de la vida...
(Pausa. Transición brusca.)
Entonces quedaban dos posibilidades. O yo era un estúpido, o tenía verdaderamente una forma distinta de mirar las cosas. Y como un estúpido aparentemente no era, entonces estaba convencido de que llegaría a ser un gran hombre. ¿Eh? Razonamiento lógico.
(Pausa.)
No, mi estimado prócer. Razonamiento nada lógico. Yo no soy un gran hombre. Por lo tanto era un estúpido. ¿Ha visto cómo cambia la conclusión? Hormiga, verdura, quinta, hormiguicida... ¡La sabiduría, mi estimado prócer!
Porque habrá de saber que el mundo no está hecho para la gente meditativa. Está hecho para gente de acción. Y al tipo que al mirar esa hormiga se le ocurre pensar en el milagro de la vida... Ese tipo... (lo bendice) está listo. Se lo digo yo.
Por eso yo ahora pienso en Dubcovsky Hermanos, Villegas 249, abre a las dos y treinta, encargado de compras: José Dubcovsky, paga del uno al cinco de cada mes. Categoría: muy bueno.
¿Pero usted me comprende? No del todo, ¿verdad? Claro, ocurre una cosa. Ocurre que a los que les hacen una estatua no suelen ser tipos meditativos. Todo lo contrario. ¡Todo lo contrario!
Dígame, ¿qué le sugiere esta hormiga, mi estimado prócer? A no hacer trampa, ¿eh?
Mmmm... usted, por el aspecto... así, de hombre inteligente, debe ser de los que piensan en el hormiguicida. Sí sí sí, estoy seguro. Y eso está bien. Usted es un sabio. Yo lo felicito.
Si usted no hubiera pensado siempre así, ¿sabe qué estaría haciendo ahora?
(Toma la valija del banco.)
No, no se asuste. Esto no es una bomba. ¿Y le parece que yo tengo cara de terrorista? No...
Además —y me va a disculpar—. Yo no sé ni siquiera cómo se llama. ¿Para qué demonios le voy a poner una bomba?
No, no. Quería decirle que ahora estaría vendiendo aparatos de metal para vidriera.
(Gritándole:)
¡Aparatos de metal para vidriera!
No, no ponga esa cara. Hay trabajos peores, después de todo.
Es que la vida no le permite elegir mucho ¿sabe?
La vida lo agarra a uno por una oreja y le dice: ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Corra! ¡No pierda tiempo!
Porque en cuanto se queda quieto, atrás viene una cosa tremenda que lo aplasta. Y la vida: ¡Vamos! ¡Hoy, hay que pagar la olla, no mañana! ¡Hoy, hoy hay que pagarla!
Y entonces uno corre, corre para que eso que viene atrás no lo aplaste, corre desesperado, de cualquier manera, a medio vestir, con un pedazo de pan en la boca todavía, se cuelga de lo primero que encuentra...
Vida, ¿me permite un segundo? Yo quisiera recibirme de ingeniero porque...
—¡Ja, ja! ¡Ingeniero dice! ¡Corra, corra! ¿No ve que ya la tiene encima a esa cosa tremenda? ¿No ve que ya le está pisando los talones? ¡Corra! ¡Corra, le digo!
Y claro, tiempo para elegir no hay. Y uno no sabe cómo pero de pronto se encuentra vendiendo. Agujas para máquina, sacacorchos, bandejitas de mimbre... Sí sí, todo eso yo he vendido. Y en carnaval, una vez, caretas, pomos y papel picado, de veras.
(Caviloso:) Y se llega a los cuarenta y cinco años y se encuentra vendiendo aparatos de metal para vidriera.
(Transición.)
Mire, se llega a vender aparatos de metal para vidriera por muchos motivos. Eso en apariencia. Pero en realidad hay un solo motivo. Uno solo. Es el de ponerse a pensar en el milagro de la vida en vez de pensar en el hormiguicida.
Usted no lo cree, ¿no? Pero es la verdad.
(Pausa.)
En fin... ¿qué hora es? Todavía faltan diez minutos. Seguro seguro que van a c... ¿A usted qué le parece? ¿Comprarán o no comprarán?
De todas maneras después me voy... (saca una libreta) me voy... me voy... a lo de Francisco Adad. Después tomo el colectivo y a eso de las cinco estoy en lo de Cataldi: Vallejos 2931, un poco duro de pagar pero paga. Me dijo que pasara más o menos para esta fecha, así que una docenita le voy a vender... Sí señor...
El colectivo se toma aquí, en la esquina de la plaza. Usted debe ver la cola siempre. ¡Uh... si sube gente aquí! A la salida del trabajo esto es un manicomio. Todos se apuran, reniegan, se apretujan en el colectivo, se pelean por nada. Parecen enloquecidos. ¿Usted se ha fijado?
(Pausa.)
¿O no se ha fijado?
¡No no no! Lo que le pregunto es importante. ¿Se ha fijado o no?
¿Sabe por qué es importante? Porque Buenos Aires es toda así, mi estimado prócer. Rostros malhumorados, cansancio, empujones, preocupación, apuro, calor, malabarismos con el sueldo, ¡qué sé yo! Eso es Buenos Aires. Ésa es la ciudad en donde usted está olímpicamente asentado, elucubrando sus altos pensamientos.
¡Altos pensamientos! Dígame, ¿usted cree, en serio, que la gente aunque quisiera podría pensar en esas cosas? ¡Por favor!
Mire, suponga esto. ¿Ve ese árbol? Es un hermoso árbol, ¿no es cierto? Grande... frondoso... acogedor... Parece el árbol de aquellas composiciones del colegio, ¿se acuerda? Da la sombra al caminante, da los frutos, da la madera, etcétera...
(Recitando:)
Es nuestro mejor amigo
muchas ternuras nos da
se pasa la vida dando
nunca se cansa de dar...
Prócer, ¡he allí un benefactor! Un auténtico benefactor de los hombres. Reverenciemos al árbol, prócer. (Lo reverencia.)
Bien, supóngase que ese árbol, ese magnífico árbol, en vez de crecer allí, libremente, lo hubieran obligado a crecer en un pedacito así de tierra, junto con otros cincuenta árboles. Es una suposición, claro.
¿Qué ocurriría entonces? Ocurriría que los cincuenta árboles estarían constantemente disputándose ese pedacito de tierra. Estarían luchando como fieras para vivir, para conquistar un poco de sol, para no morir aplastados por los otros, ¿entiende? ¿Usted cree que darían fruto? ¿Usted cree que podrían dar algo? No, no podrían dar nada. ¿Sabe por qué? Porque toda su fuerza, toda su rabia, ¿sabe?, la emplearían para sobrevivir, nada más que para eso.
¿Y sabe cómo mirarían esos cincuenta árboles, apiñados, raquíticos, a ese árbol frondoso, solitario, magnífico? ¿Sabe cómo lo mirarían?
Como yo lo estoy mirando a usted ahora.
Pensarían: claro, a él le hacen las composiciones, él da, él siempre da, da la sombra, da el fruto, da la madera... ¡Ah... qué generoso...!
¿Y nosotros? ¿Qué somos? Somos pobres diablos, ¿no?, somos raquíticos, ¿no?, somos egoístas, ¿no? ¡Que venga ése a vivir aquí a ver si le siguen haciendo composiciones!
Vida, ¿me permite? Yo quisiera ser un árbol generoso. Sí, sí, quisiera dar mi sombra al caminante, dar mis frutos, dar mi madera a los hombres para... ¡Ja, ja! ¡Generoso! ¡Dice generoso! ¡Vamos, vamos! ¡Hay que robar un poco de agua para vivir!, ¡hay que abrirse camino aplastando!, ¡hay que quitar el sol a los otros! ¡Vamos, vamos!
Porque eso somos nosotros, estimado prócer. Eso somos, los pobres tipos, los egoístas, los que pensamos en Dubcovsky Hermanos en vez de pensar en la humanidad.
Vida, ¿me permite? Yo quisiera ser un benefactor de la humanidad...
(Ríe inconteniblemente.)
(Serio, de pronto:)
Pero se necesita ser caradura para estarse ahí representando su papel de prócer, ¿eh? ¡Es algo increíble!
La gente corre, se afana, se desespera por vivir, piensa en las deudas, en el sueldo, en los zapatos, en la familia, en los clientes, ¡qué sé yo! ¡Y usted allí, por encima de todo!
¿Sabe qué es eso? ¡Eso es una insolencia, señor! ¡Sí sí sí, no me lo vaya a negar! Ser prócer es una insolencia. Ser un gran hombre es una insolencia. Es un insulto. Es como decir a la gente: ¿ven?, yo soy un prócer. Yo soy un gran hombre. Un benefactor de la humanidad. Yo estoy más allá de todas esas pequeñas cosas absurdas que a ustedes les preocupan y me doy el lujo de tener altos pensamientos. ¡Fíjense!
Porque es así señor. ¡Sus altos pensamientos son un lujo! ¡Un Cadillac último modelo! ¡Eso son sus altos pensamientos! Un lujo que se puede dar usted. ¡No nosotros, los pobres tipos que estamos aquí peleando por el tiempo y por el centavo!
¡Un lujo, señor! ¡Un insulto!
¡Váyase a bañar!
¡Abajo los próceres!
(Gritando:)
¡¡Abajo los próceres!!
(Le vuelve la espalda.)
(Pausa. Volviéndose para mirarlo detenidamente:)
Y mire que después de todo es una figura ridícula usted, ¿eh? Ese paso al frente... esa barba... esa mirada por las nubes... esa pila de libros... Yo no me explico cómo la gente no se detiene, lo mira un segundo y no lo hace pedazos. No me explico.
Porque usted está provocando, ¿no? Usted se está riendo de millones y millones de pobres tipos, ¿no?
¿Sabe? Ahora me gustaría tener una bomba en la valija. Le juro que se la arrimaría al pedestal, así, despacito despacito, encendería la mecha y... ¡bum!, lo haría saltar en pedazos con toda el alma.
O si no, ¿sabe qué haría? Lo obligaría a bajar de allí y vender aparatos de metal para vidriera.
¡Bájese! ¡Tome! ¡Aquí tiene mi valija! ¡Vaya! ¡Vaya a lo de Dubcovsky Hermanos! ¡Vaya!
Ah, se queda ahí, ¿eh? ¡Se está cómodo! Es lindo ser prócer, ¿eh? ¡Poca vergüenza! ¡Eso es lo que usted tiene!
(Pausa)
¡Huy, ya es la hora! Sí sí, ya están levantando la vidriera. ¡Adiós prócer! (Mientras se retira:) Me voy a lo de Dubcovsky Hermanos. Villegas 249. Paga del uno al cinco de cada mes. Categoría: muy bueno. Encargado de compras: José Dubcovsky. Vamos a ver qué pasa... vamos a ver... vamos a ver... (Sale.)
Humberto Costantini
Nació en Buenos Aires, en 1924
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