Estación Quilmes: 1 may 2010

  Efemérides del 24 al 31

1 de mayo de 2010


24 de Mayo - Nace en 1940 Joseph Brodsky



25 de Mayo - Bicentenario de la Revolución de Mayo



25 de mayo - Muere en 1974 Arturo Jauretche



30 de Mayo- Nace en 1265 Dante Alighieri



30 de Mayo - Muere en 1994 Juan Carlos Onetti



31 de Mayo- Nace en 1819 Walt Whitman

  Efemérides del 16 al 23


16 de Mayo - Nace en 1917 Juan Rulfo



16 de Mayo- Muere en 1886 Emily Dickinson



17 de Mayo- Muere en 2009 Mario Benedetti



19 de Mayo- Muere en 1895 José Martí



22 de Mayo - Muere en 1967 Langston Hughes



22 de Mayo - Nace en 1880 Alfonsina Storni



22 de Mayo - Nace en 1930 Agustín Tosco



23 de Mayo- Muere en 1992 Atahualpa Yupanqui



23 de Mayo- Nace en 1591 Luis de Góngora

  Efemérides del 8 al 15


9 de Mayo- Muere en 1903 Paul Gauguin



10 de Mayo 1933 - El nazismo quema 20.000 libros en la Opernplatz de Berlin



10 de mayo- En 1975 asesinan a Roque Dalton



11 de Mayo - Nace en 1904 Salvador Dalí



11 de Mayo- Muere en 1927 Juan Gris



13 de Mayo- Nace en 1882 Georges Braque



14 de Mayo- Nace en 1935 Roque Dalton

  © La perfecta casada



Angélica Gorodischer

La perfecta casada

A la memoria de María Valeria Osorio


Si usted se la encuentra por la calle, cruce rápidamente a la otra vereda y apriete el paso: es una mujer peligrosa. Tiene entre cuarenta y cinco y cincuenta años, una hija casada y un hijo que trabaja en San Nicolás; el marido es chapista. Se levanta muy temprano, barre la vereda, despide al marido, limpia, lava la ropa, hace las compras, cocina. Después de almorzar mira televisión, cose o teje, plancha dos veces por semana, y a la noche se acuesta tarde. Los sábados hace limpieza general y lava los vidrios y encera los pisos. Los domingos a la mañana lava la ropa que le trae el hijo que se llama Néstor Eduardo, amasa fideos o ravioles, y a la tarde viene a visitarla la cuñada o va ella a la casa de la hija. Hace mucho que no va al cine pero lee ''Radiolandia'' y las noticias de policía del diario. Tiene los ojos oscuros y las manos ásperas y empieza a encanecer. Se resfría con frecuencia y guarda un álbum de fotografías en un cajón de la cómoda junto a un vestido de crepe negro con cuello y mangas de encaje. Su madre no le pegaba nunca. Pero a los seis años le dio una paliza un día por dibujar una puerta con tizas de colores y le hizo borrar el dibujo con una trapo mojado. Ella mientras limpiaba pensó en las puertas, en todas las puertas y decidió que eran muy estúpidas porque siempre abrían a los mismos lugares. Y ésa que limpiaba era precisamente la más estúpida de todas las puertas porque no daba al dormitorio de los padres sino al desierto de Gobi. No le sorprendió aunque ella no sabía qué era el desierto de Gobi y ni siquiera le habían enseñado todavía en la escuela dónde queda Mongolia y nunca ni ella ni su madre ni su abuela habían oído hablar de Nan Shan ni de Khangai Nuru.
Dio unos pasos del otro lado de la puerta y se agachó y rascó el suelo amarillento y vio que no había nada ni nadie y el viento caliente le alborotó el pelo así que volvió a pasar por la puerta abierta, la cerró y siguió limpiando. Y cuando terminó la madre rezongó otro poco y le dijo que lavara el trapo y llevara el escobillón para barrer esa arena y que se limpiara los zapatos. Ese día modificó su apresurada opinión sobre las puertas aunque no del todo, no por lo menos hasta no ver lo que pasaba.
Lo que fue pasando a lo largo de toda su vida y hasta hoy fue que de vez en cuando las puertas se comportaban en forma satisfactoria aunque en general seguían siendo estúpidas y abriéndose sobre comedores, cocinas, lavaderos, dormitorios y oficinas en el mejor de los casos. Pero dos meses después del desierto por ejemplo, la puerta que todos los días daba al baño se abrió sobre el taller de un señor de barba que tenía puestos un batón largo, zapatos puntiagudos y un gorro que le caía a un costado de la cabeza. El viejo estaba de espaldas sacando algo de un mueble alto con muchos cajoncitos detrás de una máquina de madera muy grande y muy rara con un volante y un tornillo gigante, en medio de un aire frío y un olor picante, y cuando se dio vuelta y la vio empezó a gritarle en un idioma que ella no entendía. Ella le sacó la lengua, salió por la puerta, la cerró, la volvió a abrir y entró al baño y se lavó las manos para ir a almorzar.
Otra vez, a la siesta, muchos años más tarde, abrió la puerta de su habitación y salió a un campo de batalla y se mojó las manos en la sangre de los heridos y de los muertos y arrancó del cuello de un cadáver una cruz que llevó colgando mucho tiempo bajo las blusas cerradas o los vestidos sin escote y que ahora está guardada en una caja de lata bajo los camisones con un broche, un par de aros y un reloj pulsera que fueron de su suegra. Y así sin querer y por suerte estuvo en tres monasterios, en siete bibliotecas, en las montañas más altas del mundo, en ya no sabe cuántos teatros, en catedrales, en selvas, en frigoríficos, en sentinas y universidades y burdeles, en bosques y tiendas, en submarinos y hoteles y trincheras, en islas y fábricas, en palacios y en chozas y en torres y en el infierno.
No lleva la cuenta ni le importa: cualquier puerta puede llevar a cualquier parte y eso tiene el mismo valor que el espesor de la masa para los ravioles, que la muerte de su madre y que las encrucijadas de la vida que ve en televisión y lee en ``Radiolandia``.
O hace mucho acompañó a la hija a lo del médico y mirando la puerta de un baño en el pasillo de la clínica se sonrió. No estaba segura porque nunca puede estar segura pero se levantó y fue al baño: por lo menos había un hombre desnudo metido en una bañadera llena de agua. Todo era muy grande, con techos muy altos y piso de mármol y colgaduras en las ventanas cerradas. El hombre parecía dormido en su bañadera blanca, corta y honda, y ella vio una navaja sobre una mesa de hierro que tenía las patas adornadas con hojas y flores de hierro y terminadas en garras de león; una navaja, un espejo, unas tenazas para rizar el pelo, toallas, una caja de talco y un cuenco con agua, y se acercó en puntas de pie, levantó la navaja, fue en puntas de pie hasta el hombre dormido en la bañadera y lo degolló. Tiró la navaja al suelo y se enjuagó las manos en el agua tibia de la bañadera. Se dio vuelta cuando salía al corredor de la clínica y alcanzó a ver a una muchacha que entraba por la otra puerta de aquel baño. La hija la miró:
- Qué rápido volviste.
- El inodoro no funcionaba – contestó.
Muy pocos días después degolló a otro hombre en una tienda azul de noche. Ese hombre y una mujer dormían apenas tapados con las mantas de una cama muy grande y muy baja y el viento castigaba la tienda e inclinaba las llamas de las lámparas de aceite. Más allá habría un campamento, soldados, animales, sudor; estiércol, órdenes y armas. Pero allí adentro había una espada junto a las ropas de cuero y metal y con ella cortó la cabeza del hombre barbudo y la mujer dormida se movió y abrió los ojos cuando ella atravesaba la puerta y volvía al patio que acababa de baldear.
Los lunes y los jueves, cuando plancha por las tardes los cuellos de las camisas, piensa en los cuellos cortados y en la sangre y espera. Si es verano sale un rato a la vereda después de guardar la ropa hasta que llega el marido. Si es invierno se sienta en la cocina y teje. Pero no siempre encuentra hombres dormidos o cadáveres con los ojos abiertos. En una mañana de lluvia, cuando tenía veinte años, estuvo en una cárcel y se burló de los prisioneros encadenados; una noche cuando los chicos eran chicos y todos dormían en la casa, vio en una plaza a una mujer despeinada que miraba un revólver sin atreverse a sacarlo de la cartera abierta; caminó hasta ella, le puso el revólver en la mano y se quedó allí hasta que un auto estacionó en la esquina, hasta que la mujer vio al hombre de gris que se bajaba y buscaba las llaves en el bolsillo, hasta que la mujer apuntó y disparó; y otra noche mientras hacía los deberes de geografía de sexto grado fue a buscar los lápices de colores a su cuarto y estuvo junto a un hombre que lloraba en un balcón. El balcón estaba tan alto, tan alto sobre la calle, que tuvo ganas de empujarlo para oír el golpe allá abajo pero se acordó del mapa orográfico de América del Sur y estuvo a punto de volverse. De todos modos, como el hombre no la había visto, lo empujó y salió corriendo a colorear el mapa así que no oyó el golpe pero sí el grito. Y en un escenario vacío hizo una fogata bajo los cortinados de terciopelo, y en un motín levantó la tapa de un sótano, y en una casa, sentada en el piso de un escritorio, destrozó un manuscrito de dos mil páginas, y en el claro de una selva enterró las armas de los hombres que dormían y en un río alzó las compuertas de un dique.
La hija se llama Laura Inés y el hijo tiene una novia en San Nicolás y ha prometido traerla el domingo que viene para que ella y el marido la conozcan. Tiene que acordarse de pedirle a la cuñada la receta de la torta de naranjas y el viernes dan por televisión el primer capítulo de una novela nueva. Vuelve a pasar la plancha por la delantera de la camisa y se acuerda del otro lado de las puertas cuidadosamente cerradas de su casa, aquel otro lado en el que las cosas que pasan son mucho menos abominables que las que se viven de este lado, como se comprenderá.



Angélica Gorodischer
De: La cámara oscura (2009)

Nació en Buenos Aires en 1928. Es autora de los libros de cuentos "Cuentos con soldados", "Bajo las jubeas en flor", "Casta luna electrónica", "Trafalgar" y "Mala noche y parir hembra", entre otros. Publicó también las novelas "Opus dos", "Kalpa Imperial", "Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara", "Prodigios", "Doquier" y "Tumba de jaguares".

  © Estimado señor Labruna



en la voz de Alejandro Apo



Señor Labruna

Estimado señor Labruna:
Por intermedio de la presente me dirijo a usted, antes que nada deseando que al recibo de esta carta se encuentren habitados de buena salud usted, la familia de usted y las amistades de usted.
Antes de expresarle el motivo de estas líneas quiero presentarme: soy maestro de escuela, es decir, honrado pero pobre. Tengo 35 años de edad, no soy casado, no tengo hijos, en realidad vivo solo en una casita de piedra que está apoyada sobre la espalda de mi escuelita. Por esas vueltas que tiene la vida nací en Santa Cruz, en un pueblito que se llama Los Antiguos, cerca del volcán Hudson; nací bien al sur pero desde hace diez años vivo bien al norte, mucho más arriba de San Salvador de Jujuy, pasando el Trópico de Capricornio, entre la quebrada de Humahuaca y el río Miraflores. Fácil de llegar si algún día se le ofrece la ocasión.
Señor Labruna, yo sé que usted es una persona que no tendrá tiempo para cartas demasiado largas, pero le ruego que me tenga paciencia. El sitio donde vivo no figura en el mapa. No hay pueblo alrededor de mi escuelita. Los niños vienen de casas dispersas que están a media hora, a una hora, a dos. Yo soy el maestro de los seis grados y cuando el tiempo permite que vengan todos son veintinueve los niños que aquí se juntan. Más que nada les enseño a leer y escribir y después les enseño a comprender lo que leen. Sabiendo esto, algún día podrán ser libres no sólo cuando cantan el himno y sabrán que ser pobres no es todo lo que se puede ser.
Señor Labruna, no vaya a tomar a mal lo que ahora paso a contarle: yo soy hincha de Boca, lo soy desde que tengo uso de razón y uso de pasión. Pero eso no me impide tener por usted mi más alta estima y admiración. Yo sé que usted es de River y jugará en River hasta el último minuto del último partido de su vida –quiera Dios que sea bien pasados los cuarenta años de su edad. Pero debo confesarle que soy un convencido que usted tiene todas las características de un jugador típicamente boquense. Usted no arruga jamás, usted es capaz de dar vuelta un resultado en los últimos cinco minutos del partido, usted no le tiene miedo a nada. A usted, señor Labruna, los insultos de la hinchada contraria lo hacen jugar mejor. Hace un año y dos meses, acercándose al alambrado donde estaba la vibrante hinchada bostera de mi Boca, usted, desafiante, simulando mal olor, se apretó la nariz con el índice y el pulgar. El coraje que tuvo para hacer eso en la mismísima cancha de Boca demuestra lo que le digo: usted es un típico jugador de Boca. Pero Dios tiene sus planes y designios y estableció, para siempre, que usted fuera para siempre jugador de River.
Señor Labruna: se preguntará usted cómo hago, tan fuera del mundo como estoy, para estar tan enterado del fútbol y de sus hazañas. Le cuento: todos los domingos, si el tiempo así lo permite, para escuchar los partidos bajo a caballo hasta San Salvador de Jujuy. Allí me espera un amigo que tiene una preciosa radio y una preciosa hermana. Usted no se imagina la felicidad que significa escuchar al maestro Fioravanti, es como ver los partidos. Ciertamente vale la pena cabalgar dos horas de ida y dos horas y media de vuelta.
Por esta vez, señor Labruna, no quiero quitarle más tiempo. Que esta primera carta sirva para testimoniarle mi grande admiración.
Reciba mi apretón de manos. Quiero decirle que si usted me contesta le daré suerte, aunque usted no la necesita.
Su seguro admirador, Estupor Corcuera

Ésta fue la primera carta de Estupor Corcuera a Ángel Labruna. Sucedía en la Argentina y en el mundo el mes de octubre de 1947. Después de esa carta, Corcuera, cada semana le escribió a Labruna. Siempre se las enviaba a la cancha de River, seguro de que las recibiría. En cada una le contaba cosas menudas referidas a sus alumnos, a la escuelita de piedra, a algún temporal de nieve, a cierto caballo que se mancó, a lo difícil que es aprender a leer cuando no se está bien comido y bien abrigado. Todas las cartas Estupor Corcuera las cerraba con la misma frase: Quiero decirle, señor Labruna, que si usted me contesta, le daré suerte, aunque usted no la necesita.
Labruna no contestaba. Y no por desgano; no le salía. Generalmente las leía una hora antes de los partidos. En 1951, cuatro años después de la primera, Labruna un domingo se encontró con que no había carta. En los dos domingos siguientes tampoco hubo. Lo que Labruna experimentó no se lo alcanzaba a explicar con palabras: sintió un vago malestar, sintió que realmente le faltaba algo. Y se dijo: soy un chambón, ¿cómo es posible que me haya pasado cuatro años sin contestarle a este hombre? Creyó que nunca más recibiría otra carta de aquel maestro desde el remoto norte, Jujuy adentro, pasando el Trópico de Capricornio, entre la quebrada de Humahuaca y el río Miraflores. Labruna no lo supo explicar a los demás pero estaba ganado por la tristeza. Pero el domingo siguiente se encontró con las cartas atrasadas, y la que correspondía a ese domingo. Corcuera le pedía disculpas, le decía que una especie de pulmonía le había impedido salir de su casita en el medio de la montaña. Pero ya estaba bien. Al final le reiteraba el saludo y la frase de siempre: Quiero decirle, señor Labruna, que si usted me contesta, le daré suerte, aunque usted no la necesita.
Como a los cinco años desde la primera carta un día Labruna decidió contestarle a Estupor Corcuera. Compró un block, sobres, y empezó por fin a responder. Después de la primera, de la segunda, a lo sumo de la tercera línea, se atascaba. Estrujaba la hoja y arrancaba con otra. Finalmente tiró al diablo el block y los sobres. Dijo esto no es para mí, escribiendo no hay caso conmigo, no entro al área ni por puta. Allí fue que Labruna se juró ir un día a la casita escuela donde vivía Estupor, allá, en la bella desolación, al norte del paraíso.
Y el día llegó después de una noche estrellada. Era lunes y diciembre. El cielo estaba azul, sin nubes, inobjetable. Labruna cabalgó con un paisano que conocía de memoria aquellas eternidades. La última parte del cerro era una especie de cuesta y tuvo que hacerla solo y de a pie. Un trayecto de unos veinte minutos agravado por el paquetón que traía. Siguió una senda hecha por la costumbre. El paisano, para alentarlo en ese último tramo, le había dicho con cierto alarde literario:
–Aquí lo estaré esperando no bien pasen tres horas desde este minuto. Vea, amigo, vaya sin apuro, porque aquí el aire es mañoso. Siga por donde la senda de las piedras suaves se lo van diciendo. Abro comillas: El camino lleva al sol en los hombros. El camino no acaba de llegar. Cierro comillas. Hasta más luego.
Labruna hizo caso: empezó a subir la cuesta sin apuro. Notó enseguida que el aire le resultaba poco. Miró hacia atrás: el paisano ya se había borrado del paisaje. Allá, adelante, la escuelita de piedras estaba cerca pero demasiado lejos. Necesitó morder el aire; sí, porque le resultaba poco. Y ahí comprendió eso de que el camino no acaba de llegar. Sintió miedo, casi una ráfaga de terror. No quiso mirar hacia atrás de nuevo. Mirando nada más que las piedras suaves siguió avanzando. El ruido del silencio le golpeaba las sienes. No daba ya más. Sintió que se derrumbaba.
–íSeñor Labruna! ¡yo sabía que usted un día iba a venir por aquí!
Estupor Corcuera se adelantó y le dio un abrazo. Con el largo abrazo lo sostuvo. Labruna fue encontrando el aire y las palabras:
–Mucho gusto, Corcuera... encantado de conocerlo.
Estupor lo hizo pasar a la cálida penumbra de la casa que era escuela. Partió enseguida una cebolla al medio y le dijo que se la comiera. Labruna hizo caso. La cebolla lo resucitó. Terminó de encontrarse con el aire y empezó conversar de todo un poco con Corcuera. Lo primero que hizo fue entregarle el paquetón con algunos obsequios: cuadernos, cajas de colores, dos bolsitas con harina y una baraja.
Como a la media hora los dos maestros estaban jugando al truco.
Después comieron un locro de aroma emocionante que ya estaba en trámite desde la mañana. Brindaron con vino clarete.
Y se les pasó el rato tan rápido como se pasa la vida.
Cuando llegó el momento de bajar la cuesta, Estupor Corcuera le indicó a Labruna que lo siguiera. El maestro caminaba adelante, llevando bajo el brazo una de las dos pequeñas bolsas de harina con que fue obsequiado. Antes de iniciar el recorrido Labruna vio con extrañeza que Estupor le hacía varios agujeritos a la bolsa. Y ahora la bolsa iba dejando un reguero, un sendero de harina. Alarmado le avisó a Corcuera.
–No se preocupe, señor Labruna. Eso sí: usted vaya pisando por el caminito que va dejando la harina. Por favor le pido.
Labruna sin preguntar hizo caso: caminó por encima de la harina.
Al llegar al final de la cuesta se encontraron con el paisano que, puntual, ya estaba esperando. Labruna se animó a preguntarle a Corcuera algo que venía rumiando desde que llegó:
–Dígame, Estupor: ¿por qué en todas sus cartas dijo que me iba a dar suerte?
–Señor Labruna, ¿qué otra cosa le puede dar un pobre?
Se abrazaron fuerte, rápido. Ni a Corcuera ni a Labruna les quiso salir una sola palabra más. Sabían que se habían visto por primera vez, y por última vez.
Ya al galope, Labruna se dio vuelta y alcanzó a ver cómo el maestro estaba subiendo la cuesta. Iba poniendo y demorando sus pies, uno a uno, exactamente sobre las pisadas que recién él dejó marcadas, sobre la harina.



Rodolfo Braceli
Poeta, ensayista, novelista, dramaturgo, cineasta, periodista.
Nació en Luján de Cuyo, Mendoza, en 1940. Vive y trabaja en Buenos Aires desde 1970.


Caricatura (Miguel Repiso, Rep)

  Juan Gelman



Oración de un desocupado

Padre,
desde los cielos bájate, he olvidado
las oraciones que me enseñó la abuela,
pobrecita, ella reposa ahora,
no tiene que lavar, limpiar, no tiene
que preocuparse andando el día por la ropa,
no tiene que velar la noche, pena y pena,
rezar, pedirte cosas, rezongarte dulcemente.

Desde los cielos bájate, si estás, bájate entonces,
que me muero de hambre en esta esquina,
que no sé de qué sirve haber nacido,
que me miro las manos rechazadas,
que no hay trabajo, no hay,
bájate un poco, contempla
esto que soy, este zapato roto,
esta angustia, este estómago vacío,
esta ciudad sin pan para mis dientes, la fiebre
cavándome la carne,
este dormir así,
bajo la lluvia, castigado por el frío, perseguido
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
tócame el alma, mírame
el corazón,
yo no robé, no asesiné, fui niño
y en cambio me golpean y golpean,
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
si estás, que busco
resignación en mí y no tengo y voy
a agarrarme la rabia y a afilarla
para pegar y voy
a gritar a sangre en cuello
por que no puedo más, tengo riñones
y soy un hombre,
bájate, qué han hecho
de tu criatura, Padre?
un animal furioso
que mastica la piedra de la calle?



Juan Gelman
Violín y otras cuestiones (1956)

Obra: Carpani - Desocupados

  © Estimado prócer



Humberto Costantini

Estimado prócer
(fragmento)

Una plaza. En un costado, la estatua de un prócer. En el otro, un banco donde aparece, sentado, el personaje. Tiene 45 años. A su lado, una valija, no un portafolios, sino una vieja valija con algún remiendo, de las que se usan para llevar muestras.

Estimado prócer... (Se levanta.) No, no me mire así. No he venido a venderle nada...

Ocurre que hasta las dos y media no abren en lo de Dubcovsky Hermanos. Por aquí no tengo ningún otro cliente... y espero. ¿Qué voy a hacer?

Son las dos recién. Todavía faltan treinta minutos...

Mire, hoy, seguro seguro que algo van a comprar. Y son tipos éstos que del uno al cinco de cada mes... (Señas de pagar.) ¡Muy buena gente! ¿Usted no los conoce?

¡Pero sí!... ¡Si están aquí, al ladito de la plaza! ¿Tiene que conocerlos! Uno gordo... de campera... ése es José Dubcovsky. Ése es el que hace las compras. El otro se llama Marcos, es un petisito, rubio, que está siempre al fondo del negocio. ¡Cómo no los va a conocer!...

(Pausa.)

Bueno, pero a lo mejor usted... está pensando en otras cosas. Qué sé yo. Cosas importantes... la patria... la humanidad... No se interesa por ellos.

(Señalándose el pecho, casi con un gesto de desafío:)

¡Pero yo sí me intereso!

Oiga: Dubcovsky Hermanos: Villegas 429; Francisco Adad: Almafuerte 453; Bazar “La Flor de Lis”, de José Álvarez: Rondeau 921. Pedro Flores... ¿Eh? ¿Qué me dice? ¿Ve? Todos en la cabeza los tengo. ¡Y no solamente la dirección! Le puedo dar, nombre por nombre, ¿sabe?, ¡nombre por nombre!, la fecha de su última compra, la forma de pago, si son morosos o no son morosos... Todo le puedo decir. Sí, todo. Hasta si son peronistas, radicales, socialistas, o lo que sea. Todo.

Sí, son mis clientes. Es el mundo en que yo ando todos los días, ¿entiende? (Lentamente, pensando lo que dice:) Todos los días. Uh... si lo conozco...

(Transición brusca.)

Usted no los conoce, ¿verdad? Claro, usted no puede pensar en ciertas cosas. Sería ridículo. Con esa prestancia que usted tiene (lo imita), esa barba... esa frente... Esa frente en donde sólo caben altos pensamientos... No, no puede.

Y sin embargo me gustaría, ¿sabe? Me gustaría verlo a usted metido en mi mundo. Aunque fuera por una semana...

(Pausa)

Ah... libros (acariciándolos), bonitos libros... ¿Usted nunca intentó leerlos en el 217? Es ese colectivo que para ahí, en la esquina de la plaza. Le sugiero que no lo intente. Es un poco molesto, ¿sabe? En el colectivo no se viaja solo. En el colectivo hace mucho calor, además. La gente lo empuja, lo aprieta, lo codea. A veces no hay ni lugar para apoyar los pies y falta el aire. Es sofocante, ¿sabe?

¡Y la valija! La valija que molesta por todos lados. ¡Y la otra mano que usted tiene que tener prendida ahí para no caerse! ¿Con qué mano va a tomar los libros entonces? ¿Me quiere decir?

Además... La cabeza siempre ocupada. ¡Eso, eso, eso, eso! ¡Siempre ocupada la cabeza! ¡No, qué humanidad ni qué niño muerto! ¡Cosas concretas! ¡Cosas urgentes, señor! Las ventas que hizo, por ejemplo. Las que podría hacer. Multiplica y le queda tanto de comisión. Entonces piensa que la semana es floja. Y que tiene que verlo a Fulano. Pero antes de las cinco porque después no atiende a los corredores. Y piensa que si Fulano comprara una docena serían... Y multiplica otra vez, y otra vez hace cálculos...

En fin, usted no puede imaginarse todo lo que piensa un hombre que está en la calle vendiendo.

Yo le digo que no piensa en otra cosa que no sean las ventas. Yo se lo digo. (Serio.) Yo, que a veces quiero pensar en otra cosa y no puedo. (Transición.) ¿Pero usted qué se cree? ¿Que yo nací con la valija en la mano o qué? ¿Usted no cree que yo antes era distinto?

Mire, cuando muchacho soñaba que llegaría a ser un gran hombre. No, no soñaba, estaba seguro. ¿Y todo por qué? Porque yo tenía una forma distinta de mirar las cosas, de mirar el mundo... qué se yo... una forma... meditativa. A lo mejor es ésa la palabra.

¿Cómo le podría explicar?...

Uh... ¿me permite? Una hormiga. Estaba por llegar a un sitio... inconveniente... (La toma y la deposita en el suelo.)

¿A usted nunca se le ocurrió preguntarse qué piensa la gente cuando ve esa hormiga, por ejemplo? A mí sí. Y me daba cuenta de esto: que la mayoría de la gente, al mirar una hormiga, inmediatamente pensaba en la verdura, la quinta y el hormiguicida. Tac, tac, tac. Una relación casi automática. Verdura, quinta, hormiguicida.

Bueno, a mí no me parecía mal que la gente pensara así. No, de ninguna manera. Yo decía: es la forma simple, la forma directa de entender las cosas.

¿Sabe en qué pensaba yo?

(Evocando, con absoluta, honda sinceridad:) Yo pensaba en el milagro de la vida...

(Pausa. Transición brusca.)

Entonces quedaban dos posibilidades. O yo era un estúpido, o tenía verdaderamente una forma distinta de mirar las cosas. Y como un estúpido aparentemente no era, entonces estaba convencido de que llegaría a ser un gran hombre. ¿Eh? Razonamiento lógico.

(Pausa.)

No, mi estimado prócer. Razonamiento nada lógico. Yo no soy un gran hombre. Por lo tanto era un estúpido. ¿Ha visto cómo cambia la conclusión? Hormiga, verdura, quinta, hormiguicida... ¡La sabiduría, mi estimado prócer!

Porque habrá de saber que el mundo no está hecho para la gente meditativa. Está hecho para gente de acción. Y al tipo que al mirar esa hormiga se le ocurre pensar en el milagro de la vida... Ese tipo... (lo bendice) está listo. Se lo digo yo.

Por eso yo ahora pienso en Dubcovsky Hermanos, Villegas 249, abre a las dos y treinta, encargado de compras: José Dubcovsky, paga del uno al cinco de cada mes. Categoría: muy bueno.

¿Pero usted me comprende? No del todo, ¿verdad? Claro, ocurre una cosa. Ocurre que a los que les hacen una estatua no suelen ser tipos meditativos. Todo lo contrario. ¡Todo lo contrario!

Dígame, ¿qué le sugiere esta hormiga, mi estimado prócer? A no hacer trampa, ¿eh?

Mmmm... usted, por el aspecto... así, de hombre inteligente, debe ser de los que piensan en el hormiguicida. Sí sí sí, estoy seguro. Y eso está bien. Usted es un sabio. Yo lo felicito.

Si usted no hubiera pensado siempre así, ¿sabe qué estaría haciendo ahora?

(Toma la valija del banco.)

No, no se asuste. Esto no es una bomba. ¿Y le parece que yo tengo cara de terrorista? No...

Además —y me va a disculpar—. Yo no sé ni siquiera cómo se llama. ¿Para qué demonios le voy a poner una bomba?

No, no. Quería decirle que ahora estaría vendiendo aparatos de metal para vidriera.

(Gritándole:)

¡Aparatos de metal para vidriera!

No, no ponga esa cara. Hay trabajos peores, después de todo.

Es que la vida no le permite elegir mucho ¿sabe?

La vida lo agarra a uno por una oreja y le dice: ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Corra! ¡No pierda tiempo!

Porque en cuanto se queda quieto, atrás viene una cosa tremenda que lo aplasta. Y la vida: ¡Vamos! ¡Hoy, hay que pagar la olla, no mañana! ¡Hoy, hoy hay que pagarla!

Y entonces uno corre, corre para que eso que viene atrás no lo aplaste, corre desesperado, de cualquier manera, a medio vestir, con un pedazo de pan en la boca todavía, se cuelga de lo primero que encuentra...

Vida, ¿me permite un segundo? Yo quisiera recibirme de ingeniero porque...

—¡Ja, ja! ¡Ingeniero dice! ¡Corra, corra! ¿No ve que ya la tiene encima a esa cosa tremenda? ¿No ve que ya le está pisando los talones? ¡Corra! ¡Corra, le digo!

Y claro, tiempo para elegir no hay. Y uno no sabe cómo pero de pronto se encuentra vendiendo. Agujas para máquina, sacacorchos, bandejitas de mimbre... Sí sí, todo eso yo he vendido. Y en carnaval, una vez, caretas, pomos y papel picado, de veras.

(Caviloso:) Y se llega a los cuarenta y cinco años y se encuentra vendiendo aparatos de metal para vidriera.

(Transición.)

Mire, se llega a vender aparatos de metal para vidriera por muchos motivos. Eso en apariencia. Pero en realidad hay un solo motivo. Uno solo. Es el de ponerse a pensar en el milagro de la vida en vez de pensar en el hormiguicida.

Usted no lo cree, ¿no? Pero es la verdad.

(Pausa.)

En fin... ¿qué hora es? Todavía faltan diez minutos. Seguro seguro que van a c... ¿A usted qué le parece? ¿Comprarán o no comprarán?

De todas maneras después me voy... (saca una libreta) me voy... me voy... a lo de Francisco Adad. Después tomo el colectivo y a eso de las cinco estoy en lo de Cataldi: Vallejos 2931, un poco duro de pagar pero paga. Me dijo que pasara más o menos para esta fecha, así que una docenita le voy a vender... Sí señor...

El colectivo se toma aquí, en la esquina de la plaza. Usted debe ver la cola siempre. ¡Uh... si sube gente aquí! A la salida del trabajo esto es un manicomio. Todos se apuran, reniegan, se apretujan en el colectivo, se pelean por nada. Parecen enloquecidos. ¿Usted se ha fijado?

(Pausa.)

¿O no se ha fijado?

¡No no no! Lo que le pregunto es importante. ¿Se ha fijado o no?

¿Sabe por qué es importante? Porque Buenos Aires es toda así, mi estimado prócer. Rostros malhumorados, cansancio, empujones, preocupación, apuro, calor, malabarismos con el sueldo, ¡qué sé yo! Eso es Buenos Aires. Ésa es la ciudad en donde usted está olímpicamente asentado, elucubrando sus altos pensamientos.

¡Altos pensamientos! Dígame, ¿usted cree, en serio, que la gente aunque quisiera podría pensar en esas cosas? ¡Por favor!

Mire, suponga esto. ¿Ve ese árbol? Es un hermoso árbol, ¿no es cierto? Grande... frondoso... acogedor... Parece el árbol de aquellas composiciones del colegio, ¿se acuerda? Da la sombra al caminante, da los frutos, da la madera, etcétera...

(Recitando:)

Es nuestro mejor amigo
muchas ternuras nos da
se pasa la vida dando
nunca se cansa de dar...

Prócer, ¡he allí un benefactor! Un auténtico benefactor de los hombres. Reverenciemos al árbol, prócer. (Lo reverencia.)

Bien, supóngase que ese árbol, ese magnífico árbol, en vez de crecer allí, libremente, lo hubieran obligado a crecer en un pedacito así de tierra, junto con otros cincuenta árboles. Es una suposición, claro.

¿Qué ocurriría entonces? Ocurriría que los cincuenta árboles estarían constantemente disputándose ese pedacito de tierra. Estarían luchando como fieras para vivir, para conquistar un poco de sol, para no morir aplastados por los otros, ¿entiende? ¿Usted cree que darían fruto? ¿Usted cree que podrían dar algo? No, no podrían dar nada. ¿Sabe por qué? Porque toda su fuerza, toda su rabia, ¿sabe?, la emplearían para sobrevivir, nada más que para eso.

¿Y sabe cómo mirarían esos cincuenta árboles, apiñados, raquíticos, a ese árbol frondoso, solitario, magnífico? ¿Sabe cómo lo mirarían?

Como yo lo estoy mirando a usted ahora.

Pensarían: claro, a él le hacen las composiciones, él da, él siempre da, da la sombra, da el fruto, da la madera... ¡Ah... qué generoso...!

¿Y nosotros? ¿Qué somos? Somos pobres diablos, ¿no?, somos raquíticos, ¿no?, somos egoístas, ¿no? ¡Que venga ése a vivir aquí a ver si le siguen haciendo composiciones!

Vida, ¿me permite? Yo quisiera ser un árbol generoso. Sí, sí, quisiera dar mi sombra al caminante, dar mis frutos, dar mi madera a los hombres para... ¡Ja, ja! ¡Generoso! ¡Dice generoso! ¡Vamos, vamos! ¡Hay que robar un poco de agua para vivir!, ¡hay que abrirse camino aplastando!, ¡hay que quitar el sol a los otros! ¡Vamos, vamos!

Porque eso somos nosotros, estimado prócer. Eso somos, los pobres tipos, los egoístas, los que pensamos en Dubcovsky Hermanos en vez de pensar en la humanidad.

Vida, ¿me permite? Yo quisiera ser un benefactor de la humanidad...

(Ríe inconteniblemente.)

(Serio, de pronto:)

Pero se necesita ser caradura para estarse ahí representando su papel de prócer, ¿eh? ¡Es algo increíble!

La gente corre, se afana, se desespera por vivir, piensa en las deudas, en el sueldo, en los zapatos, en la familia, en los clientes, ¡qué sé yo! ¡Y usted allí, por encima de todo!

¿Sabe qué es eso? ¡Eso es una insolencia, señor! ¡Sí sí sí, no me lo vaya a negar! Ser prócer es una insolencia. Ser un gran hombre es una insolencia. Es un insulto. Es como decir a la gente: ¿ven?, yo soy un prócer. Yo soy un gran hombre. Un benefactor de la humanidad. Yo estoy más allá de todas esas pequeñas cosas absurdas que a ustedes les preocupan y me doy el lujo de tener altos pensamientos. ¡Fíjense!

Porque es así señor. ¡Sus altos pensamientos son un lujo! ¡Un Cadillac último modelo! ¡Eso son sus altos pensamientos! Un lujo que se puede dar usted. ¡No nosotros, los pobres tipos que estamos aquí peleando por el tiempo y por el centavo!

¡Un lujo, señor! ¡Un insulto!

¡Váyase a bañar!

¡Abajo los próceres!

(Gritando:)

¡¡Abajo los próceres!!

(Le vuelve la espalda.)

(Pausa. Volviéndose para mirarlo detenidamente:)

Y mire que después de todo es una figura ridícula usted, ¿eh? Ese paso al frente... esa barba... esa mirada por las nubes... esa pila de libros... Yo no me explico cómo la gente no se detiene, lo mira un segundo y no lo hace pedazos. No me explico.

Porque usted está provocando, ¿no? Usted se está riendo de millones y millones de pobres tipos, ¿no?

¿Sabe? Ahora me gustaría tener una bomba en la valija. Le juro que se la arrimaría al pedestal, así, despacito despacito, encendería la mecha y... ¡bum!, lo haría saltar en pedazos con toda el alma.

O si no, ¿sabe qué haría? Lo obligaría a bajar de allí y vender aparatos de metal para vidriera.

¡Bájese! ¡Tome! ¡Aquí tiene mi valija! ¡Vaya! ¡Vaya a lo de Dubcovsky Hermanos! ¡Vaya!

Ah, se queda ahí, ¿eh? ¡Se está cómodo! Es lindo ser prócer, ¿eh? ¡Poca vergüenza! ¡Eso es lo que usted tiene!

(Pausa)

¡Huy, ya es la hora! Sí sí, ya están levantando la vidriera. ¡Adiós prócer! (Mientras se retira:) Me voy a lo de Dubcovsky Hermanos. Villegas 249. Paga del uno al cinco de cada mes. Categoría: muy bueno. Encargado de compras: José Dubcovsky. Vamos a ver qué pasa... vamos a ver... vamos a ver... (Sale.)


Humberto Costantini
Nació en Buenos Aires, en 1924

  Efemérides del 1 al 7

1 de Mayo día del trabajo


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2 de Mayo - Muere en 1519 Leonardo da Vinci


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3 de Mayo - Nace en 1930 Juan gelman


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3 de Mayo - Muere en 1616 William Shakespeare


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3 de Mayo - Muere en 1951 Homero Manzi


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5 de Mayo - Nace en 1818 Karl Marx


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5 de Mayo - Desaparecen en 1976 a Haroldo Conti


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6 de Mayo- Nace en 1856 Sigmund Freud


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6 de Mayo- Nace en 1861 Rabindranath Tagore

  © ¡Diga algo doctor!



¡Diga algo doctor!

Me echaron del empleo. Ahí está lo que gané. Pim pam y en cinco minutos me echaron. ¡Cretino! -Una firmita aquí, Fernández, por favor... -¡Qué cretino es el gerente, Dios mío!

¡Fernández, por favor! ¡Fernández, por favor! -No señor, yo a usted no le hago ningún favor porque usted es un cretino. ¡Eso es lo que es usted!

No, pero no se lo dije. Firmé y después pasé por arriba a cobrar. Seiscientos veintitrés pesos y monedas. Los tengo aquí, en el bolsillo.

Alquiler: cuatrocientos; mensualidad del traje: ochenta; quedan...

La calle. En esta calle vendí cortaplumas. No no no, aquí eran cintas para máquina. Claro, ese negocio lo conozco.

Ahí está el dueño en la puerta.

-¡Buenos días, señor!

No me conoció, se lo leí en la cara.

Me echaron. Era un buen trabajo. ¡Si me habrá costado conseguirlo! Mil cuatrocientos de sueldo y después la comisión. El mes pasado casi llego a los mil ochocientos. Buen trabajo, el mejor que tuve, no hay vuelta que darle. ¡No se consigue así nomás un trabajo como ése!

Ahora no tengo nada que hacer. Camino. Hace mucho que no camino así por la calle. Puedo mirar las vidrieras, dar vuelta o tomar por otro lado. Es lo mismo, total, ¡adónde voy ahora? Mañana busco algo en el diario. No, mañana no, pasado.

La culpa la tuve yo. Norma se muere cuando lo sepa. Justo ahora, con el colegio. Ayer me dijo que le hacían falta zapatos al Cacho. Mañana lo voy a ver al ruso de las fantasías.

La culpa la tuve yo. Cuando me tomaron estaba contento...

-Mire señor, yo no terminé el curso de visitador médico porque tuve que hacer un viaje a Bahía Blanca. Un tío mío tiene una farmacia, se enfermó y me mandó llamar...

¡Linda macana! Hice apenas dos meses y largué. No tenía la cabeza para estudiar. Norma estaba enferma, dos meses atrasados de alquiler, ¡qué se yo...!

Pero cuando me tomaron estaba contento. En el trabajo sí estudié. En tres días me supe todos los medicamentos al pelo y en seguida salí a la calle.

Una zapatería. Un par de zapatos para el Cacho como esos cuestan...

-Dígame señor, ¿qué valen esos zapatitos marrones que hay en vidriera?
-Muchas gracias señor...

Noventa pesos. Este tipo está loco. ¡Qué barbaridad! ¡Noventa pesos! ¡Pero adónde vamos a parar!

-Un visitador debe irradiar alegría, seguridad y optimismo. No hay virus más contagioso que el entusiasmo-. ¡Cómo le gustaban al jefe esas francesitas! Las hizo pasar en mimeógrafo y nos dió una copia a cada uno.

¿Y el traje claro? Dele al médico la razón en todo, menos en lo que se refiere a los productos SITMA. Aquí muéstrese firme. Y convencido de que la razón la tiene usted.

¡Qué rico tipo! ¡De dónde habrá sacado esas cosas? Creo que las tradujo de una circular norteamericana.

-Hay que irradiar alegría, ¿comprende señor Fernández? Lea esto con detenimiento que le será muy útil para su trabajo.
-Perfectamente, señor Martelli.
-Mozo, un café.

Me echaron del empleo. No tengo ganas de volver a casa. ¡Qué largo se hace el tiempo! A esta hora tendría que estar en el hospital. El Tornú. Me acuerdo cuando entré por primera vez. Las enfermas reposando en las galerías miraban. ¡Cómo miraban, pobrecitas!

El jardín, los árboles y las enfermas que miran y miran. Uno se acostumbra al final a todo eso. Si no fuera por lo que pasó, a esta hora estaría allí. Sala cinco.

-Si me permite, doctor... CARIDAN es un poderoso hemostático general. CARIDAN, doctor, no acelera el tiempo de coagulación sanguínea ni lo retarda. CARIDAN es específico en todos los cuadros caracterizados por el aumento de la permeabilidad capilar. Aquí le dejo esta muestrita de CARIDAN, doctor. Muchas gracias doctor. Buenos días.

¡Eh! ¡La valija! Me olvidé la valija en el café.

¡Qué gracioso! Me pareció que me había olvidado la valija… Claro, caminar con las manos desocupadas a las once de la mañana... Seguramente todos se dan cuenta que me falta algo. Me pongo las manos en los bolsillos. ¡Peor! ¡Cómo se puede caminar con las manos en los bolsillos a las once de la mañana!

Paraísos. Nunca me había fijado que los árboles de esta calle eran paraísos. Tan grandes… ¡Cómo me gusta pasar así las manos por los troncos! ¿Y las ramas? Cada árbol hace un gesto distinto con las ramas. Yo no entiendo sus gestos pero me gusta mirarlos. Unos tienen gesto trágico, otros tierno, otros majestuoso…

El eucaliptus que está frente a la sala cuatro tiene gesto majestuoso y grave .Eso es, majestuoso y grave.
Ahora me doy cuenta.

Por eso cada vez que entraba a esa sala me detenía un momento a contemplarlo. Y hasta tenía ganas de imitar con mis brazos, con mi cabeza y con mi cuerpo, ese gesto amplio y dominador. ¿Qué cosa rara, no?
Pero en seguida me olvidaba de él.

El hall de la sala cuatro era grande. Y sobre el costado derecho había un escritorio pequeño. Yo me paseaba esperando a los médicos y entonces fue cuando vi, allí sobre el escritorio, aquel montoncito de fichas amarillas.
Sabía que no debía mirarlas, pero me acerqué y miré. Solamente la primera, la que estaba encima de todas.

Nombre: Angélica Conditi - edad: 26 años - estado civil: soltera - hijos: uno - profesión: costurera - diagnóstico: infiltrativa vértice derecho - fecha: 10 de setiembre de 1955.

No, no tenía que mirarla. Casi sentí vergüenza por haber violado un secreto. Pero esas palabras de la ficha amarilla las llevaba siempre aquí, en la cabeza. Y desde entonces, cada vez que pasaba frente a las galerías o cuando miraba furtivamente a las camas, buscaba a Angélica Conditi. A Angélica Conditi, costurera, con lesión infiltrativa en vértice derecho.

-SlTAMIN, doctor, es un potente bactericida y bacteriostático de uso local. Los vehículos acuomiscibles de SITAMIN permiten al medicamento disolverse en los exudados de las heridas y alcanzar la infección liberando rápidamente su ingrediente activo. Sirvasé doctor. Muchas gracias.

Costurera, claro. El paquete grande que acomodaba bajo el brazo al subir al tranvía, siempre el mismo tranvía, el monedero de donde sacaba los treinta centavos, los pantalones separados por docenas allí, adentro del paquete...

...Y la luz encendida hasta tarde. Truncu-truncu truncu-truncu truncu-truncu, el ruido de la máquina que no estorbaba el sueño del muchacho dormido con un dedo en la boca...

...El calentador Primus en un rincón, el retrato... todo, todo eso yo lo veía, mejor dicho lo iba viendo de a poco, día a día, semana a semana, a medida que las palabras de la ficha amarilla giraban como moscardones delante de mis ojos.

Y así, casi sin quererlo, fui imaginando su vida, sus problemas. Hasta sus facciones se me aclaraban por momentos.

El patrón, que revisaba el trabajo y anotaba una cifra en la libreta de costura. Doce con setenta (¿por qué precisamente doce con setenta?). El viaje de vuelta a su cuarto, el cansancio...

-Angélica Conditi, usted me va a disculpar pero yo la conozco. No es culpa mía. Yo no tendría que haberla mirado a usted allí, encima del escritorio, ¡pero qué quiere Angélica Conditi l Me acerqué y la vi. No se preocupe... yo no voy a decir nada a nadie. Usted no es más que una ficha amarilla y de esas cosas no se habla, ¿no le parece?

Pero yo la buscaba y la buscaba. Y cada vez que veía pasar una enferma en la camilla con el rostro cubierto por una sábana, el corazón me daba un vuelco.

Son cerca de las doce. Norma debe estar preparando el almuerzo. Tengo hambre. Si le llevara algo para... No, es una pavada, en cuanto me vea la cara se va a dar cuenta de todo. Norma es así.

-Me echaron del empleo.

No, no, así no.

-Sabés, Norma, ya no trabajo más en los laboratorios SITMA.

Bueno, y después de almorzar le explico todo. Después de almorzar, mientras le ayudo a limpiar la cocina, despacito, despacito, le explico todo.

¿Pero por qué tienen que pasar estas cosas? Si el doctor Portella hubiera llegado al hospital cinco minutos más tarde yo ahora estaría trabajando. ¿No es una cosa absurda esto?

Pero los hechos se juntaron. Fueron entrando todos, uno por uno, apretujándose en la pequeña sala de médicos los hechos.

Después me provocaron, me tomaron por el pescuezo y me obligaron a hacer lo que hice.

Ayer a la mañana. Todo sucedió ayer a la mañana.

La primavera se paladeaba en el aire ayer a la mañana.

El médico jefe me hizo pasar a la salita y me convidó con café. Estaba contento. El sol, el perfume denso de las glicinas, nos ponían contentos a todos.

Llegaron varios médicos, saludaron al jefe y pidieron café. Y yo tomaba mi café junto con ellos. Estaba contento. Contento porque sí y porque los tenía a todos reunidos para hacerles mi propaganda.

La charla se fue haciendo franca y animada. Pero yo no quería perder la oportunidad y fui abriendo la valija para sacar las muestras y los folletos.

Entonces llegó el doctor Portella. Con el ceño fruncido esbozó apenas un saludo y se dirigió rápidamente al teléfono.

-Hola che, Portella habla. Comuníqueme con el doctor Martínez, ¿quiere?
(Así, en el tono que estoy hablando ahora, así habló el doctor Portella.)

Unos segundos de espera durante los cuales se hizo un involuntario silencio en la salita.

-Bueno, por favor. Cuando venga digalé que me llame. No se vaya a olvidar, es una cosa urgente.
(Así, en ese tono habló el doctor Portella.)

Colgó con impaciencia el tubo y se despachó. Y yo empecé a sentir ese miedo y después ese malestar que me subía desde el pecho y me quemaba en la piel.

-Pero che, un disgusto tremendo vea...
(No quiero seguir imitando al doctor Portella, no puedo.)

Él estaba disgustado, indignado. Esa es la palabra, indignado.

El doctor Portella tiene un auto nuevo, un Dodge 54, largo, negro, brillante, hermoso.

El doctor Portella venía con su Dodge por un camino del hospital. Seguramente él también paladeaba la primavera en el aire y estaba contento.

Al pasar frente a la sala cuatro venía fumando un cigarrillo y manejando despacio.

Y allí fue donde -¡qué barbaridad!- una enferma apareció corriendo y se tiró bajo las ruedas -¡esa estúpida!

No, no la había matado. Un machucón nomás porque frenó a tiempo.

Pero el doctor Portella necesitaba desahogar su indignación. Y hablaba. Contó varias veces lo mismo, el camino frente a la sala cuatro, la loca esa que se acerca corriendo, la frenada.

-¡Supongansé los líos en que andaría metido ahora si me fallan los frenos!
-Y usted, doctor, ¿sabe algo?… digo, el motivo... Me atreví a preguntar y mi propia voz me sonaba lejana, inexpresiva...
-¡Pero qué sé yo! Creo que la dejó el novio o algo por el estilo. Es enferma del doctor Martínez. Por eso quiero hablarle.

Una enfermera vino con las últimas noticias.

-Ya se le pasó el ataque de nervios. Está mejor.

Entró el mes pasado al hospital. Es una costurera.

Y los médicos hablaban. Todos, todos -ésa fue mi perdición- compartían el sentimiento del doctor Portella. Estaban indignados. Alguno hizo una broma.

El jefe de sala -éste puede salvarme, pensé-. El jefe de sala no había hablado. El jefe de sala es un anciano benévolo. Tiene siempre una palabra amable, una sonrisa. Un sabio de leyenda parece.

Yo le miraba los labios. Le imploraba con la mirada que dijera algo.

-¡Diga algo, doctor! ¡Diga algo humano! ¡Diga: pobre chica. Nada más que pobre chica y estoy salvado, doctor! ¡Diga lo que espero de usted, doctor! ¡Por el amor de Dios!

Y el jefe de sala habló. Se dirigió a mí y dijo: -Viajes al Departamento de Policía, declaraciones, testigos... Imagínese joven cuánta molestia. .

Y a mí la cara y los ojos me ardían como si estuviera con fiebre. Tenía en la mano izquierda la valija y en la derecha, que me temblaba, mis folletos y mis muestras. Quién sabe cuánto tiempo había quedado en esa postura. Mis folletos y mis muestras, así, listos para ofrecerlos a los médicos. Es ridículo, ¿no?

Ella estaba tendida largo a largo en el lecho traspirando extenuada. Ella, Angélica Conditi - porque otra no podía ser -, había corrido para terminar con su vida, con su miseria, con su enfermedad. Ella, Angélica Conditi...

-¿Qué tiene de nuevo, mi amigo?

Vino a provocarme una voz porque yo no quería hablar. Y la voz me golpeó en la frente. Me sacudió para que hablara.

-¡A ver, a ver esos productos!

Y como la voz me arrancó las palabras sacudiéndome y provocándome yo hablé:

-Encantado, doctor. ¿Usted conoce SITAMIN, doctor? ¿No lo conoce? SITAMIN es un producto maravilloso. Aplicado en forma de apósito protege contra los suicidios molestos. ¡Toda clase de suicidios, doctor!

Los médicos me miraban, hablaban entre ellos y quisieron reírse. Pero yo me les acerqué a uno por uno y les llené las manos de muestras y folletos. A todos. Me di cuenta que hablaba demasiado fuerte, que gesticulaba.

-¡Sirvasé doctor! ¡Una sola aplicación de SITAMIN y se librará de las molestias ocasionadas por costureras sentimentales! ¿Qué le parece, doctor?
-Además tenemos SITAMIN COLIRIO. Tres gotas en la conjuntiva del ojo y usted verá lo que debe ver: una lesión infiltrativa de vértice y no una pobre mujer agotada por el trabajo con una lesión infiltrativa de vértice. ¿Percibe la diferencia doctor? ¿Percibe la diferencia?
-Tres gotas, solamente tres gotas y los enfermos serán simplemente enfermos. Enfermos porque sí. No por hambre, ni por miseria, ni por agotamiento. ¿Qué tienen que ver esas cosas con una lesión infiltrativa de vértice? ¿Eh, doctor?
-¡Úselo, úselo usted mismo doctor! ¡Protéjase contra la vista de la verdad! ¡Protéjase contra el suicidio inoportuno de Angélica Conditi!
-¡SITAMIN COLIRIO protege su digestión! ¡Protege su digestión!

Y arrojaba las muestras. Se las tiraba como si repartiera monedas o confites. .

-¡SITAMIN COLIRIO contra la miseria! ¡SITAMIN COLIRIO para todos los problemas!
-¡SITAMIN COLIRIO para que los explotados no molesten!
-¡Para que mueran correctamente en sus camas!
-¡Para que dejen de enrostrarnos su presencia a cada momento!
-¡Para que vivan y sufran y mueran sin escándalo!
-¡Para que no interrumpan la digestión!
-¡Para que Angélica Contidi no interrumpa la digestión, doctor!
-Para...



Humberto Costantini
Nacido en Buenos Aires, el 8 de abril de 1924 y fallece también en Buenos Aires, el 7 de junio de 1987. Fue un escritor porteño. Hijo único de inmigrantes judíos italianos, reside en el barrio de Villa Pueyrredón. De su primer matrimonio con Nela Nur Fernández nacen tres hijos: Violeta, Ana y Daniel.

De por aquí nomás (cuentos) ediciones en 1958/1965/1969
Un señor alto, rubio de bigotes (cuentos) ediciones en 1963/1969/1972
Tres monólogos (teatro) ediciones en 1964/1969
Cuestiones con la vida (poemas) ediciones en 1966/1970/1976/1982/1986
Una vieja historia de caminantes (cuentos) edición en 1970
Háblenme de Funes (tres novelas breves) ediciones en 1970/1980
Libro de Trelew (narración épica) edición en 1973
Más cuestiones con la vida (poemas) edición en 1974
Bandeo (cuentos) ediciones en 1975/1980
De Dioses, hombrecitos y policías (novela) ediciones en 1979/1984
Una pipa larga, larga, con cabeza de jabalí (teatro) edición en 1981
La larga noche de Francisco Sanctis (novela) edición en 1984
En la noche (cuentos) edición en 1985
Chau, Pericles (teatro completo) edición en 1986
La rapsodia de Raquel Liberman (novela; dos tomos de tres concluidos; 1987

Caricatuta: Diego Parpaglione