13 de noviembre de 2013
EL OTRO, ESA ACECHANZA
Ante un nuevo aniversario del fallecimiento del marido, la esposa va al cementerio con un ramo de flores, para depositarlas al pie de su tumba. En eso está cuando advierte que al lado suyo hay otra viuda, pero de aspecto oriental, poniéndole a su difunto un plato con arroz. La mujer la observa, carraspea como para aclarar la garganta y finalmente pregunta:
-Disculpe mi impertinencia, pero ¿por ventura cree que su esposo se levantará para comer el arroz?
-Oh, claro que sí -responde la otra-. Cuando el suyo se levante para oler las flores.
Somos distintos y a casi todos se nos da por creer en cosas que para los demás por lo general resultan insólitas, ya sean flores o un plato con arroz. Claro que no es culpa nuestra: condenados como estamos a observar el mundo desde la altura de nuestros propios ojos, rara vez nos las ingeniamos para averiguar cómo se lo ve desde más arriba, o desde más lejos. Uno de los reproches más escuchados hoy es en día es que ya nadie pareciera capaz de ponerse en el lugar del otro. ¿Habrá sido posible alguna vez? Lo dudo. El Otro es siempre una incomodidad, la acechanza, el problema a resolver. El Otro es un espacio que, al ocuparse, invariablemente nos resta nuestro espacio.
Se ha dicho que el Otro es quien nos complementa con su mirada y nos carga de sentido. Puede ser. Pero estoy seguro que también nos delimita y nos carga de angustia. Porque, insisto, el Otro es siempre lo distinto, la alteridad, lo inabordable por definición.
Hace poco observé por televisión cierta experiencia que se llevó adelante en la biblioteca de una universidad norteamericana, con la asistencia de una simple filmadora. El lugar de lectura (una mesa de regular tamaño) está vacío. Llega un estudiante, pide un libro y se instala; despreocupado, sobre la mesa desparrama una mochila, otros libros, un abrigo. Al rato llega otro estudiante, que sin decir palabra le reclama con un gesto su derecho a ocupar al menos la mitad de la mesa. El primero no logra disimular su fastidio, pero accede.
Pasado cierto tiempo, arriba un tercer joven. Automáticamente los dos primeros se intercambian miradas, complicidades. "Estábamos tan cómodos y tenía que llegar este" -parecen decirse. A medida que al lugar van llegando más estudiantes, se comienza a registrar la formación de dos grupos, dos bandos. Los viejos contra los recién llegados. Los originarios contra los forasteros. Es la menos cuestionadas de las guerras: la lucha por el espacio vital.
Frecuento con gran asiduidad las redes sociales, especialmente Facebook. He notado que el asunto aquí también se significa en un sentido más o menos parecido. Claro que aquí los grupos se arman en torno a afinidades puntuales (especialmente políticas) y no espaciales, por lo que cualquiera que llegue de afuera será bienvenido siempre y cuando no aporte una voz disonante. Si su opinión difiere con la del conjunto corre el albur de ser deportado a los gritos. Es decir, aquí también, y entre gente que se conoce apenas de manera virtual, se tejen las mismas tramas que en la familia, el trabajo o el club: la solidaridad entre pares, la defensa casi a ultranza de aquello que se haya elegido de antemano como "común" para todo el grupo.
Sospecho que no existe especie sobre la tierra que no está dispuesta a luchar por un territorio cauado lo siente invadido. Si los seres humanos hemos ido perdiendo los colmillos, ha sido simplemente porque fuimos capaces de inventar otras herramientas para deshacernos de lo extraño. Lo que no quiere decir que llegado el momento, si hiciera falta, no nos vuelvan a crecer.
Miguel Ángel Morelli
Extraído de "Agenda Cultural del Sur" - XV Nº 148 - Año 2013
Poeta nacido en Cnel. Suarez, Pcia. de Buenos Aires, (1955). Reside en Quilmes.
3 comentarios :
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