27 de septiembre de 2010
Viernes
Si vieras mi rostro en el espejo
del ascensor. Los pisos no suben,
me bajan. Cada milímetro me aleja de vos.
Hay pequeñas arañas surcándolo.
Yo estoy apoyado contra una de las metálicas paredes
y me observo y me doy miedo y me hastío y ya no canto.
No es no tenerte mi mayor problema:
es no tenerte mi mayor problema.
En el espejo hay un agujero del tamaño de una nuez:
es tu boca. Y hay otro agujero y es tu nombre
lo que falta en él. No nombrarte.
La desaparecida en el ascenso.
Mi boca tiene una sombra que me asusta.
Es otra araña, en el espejo, sobre mi labio.
Otra noche le pregunté porqué me perseguía,
y tan inmunda no me dijo ni mú: me dejó
hablándome solo. Así son las arañas.
Al pasar el tercer piso me deshice.
Quise volver atrás, pero es difícil frenar un ascensor.
Sólo atiné a apagar la luz. Y ahí te vi.
Tenías puesta una víbora en la cabeza, como si fuera tu sombrero cotidiano, y una rosa tristísima en el arco superior de tu oreja derecha, la que te muerdo cuando nos amamos. No me hacía falta verte así para reiterarte que te adoro. Entre el tercero y el cuarto dos arañas me hablaron en cada oído: ella también te ama, me tradujeron. Ya lo sé. Sé todo. Sé que después del tercer piso viene el cuarto, que cuando llueve el balcón amenaza rebalsar y nunca rebalsa. Sé que la hamaca salvadoreña ya tiene tu olor, y sé también que no sé nada. En el cuarto piso prendí la luz y el flash de la noche tuvo tu nombre, una vez más, sobre las letras en mi corazón. Aquí estoy, atravesando un cuarto piso que debe tener parejas dormidas, animales disueltos, acabados o resurrectos caballos arrastrando mulas sobre las autopistas del destierro. Eso pienso que hay en los pisos de este edificio, o de cualquiera. Estuve en edificios con monjas mogólicas, ratas narcotizadas, pulpas salvajes mudas, y con cenicientas majestades: no sé porqué recuerdo hoy, esto, que nunca más existirá. Las mogólicas son sabias porque no hay monjas mogólicas. Estoy en el quinto piso. El silencio de las once de la noche es lejano. Aparto las arañas para verme en el espejo. Te veo. Es lo único que verme. Y así raudo voy atravesando los pisos de este ascensor que me aleja. Soy un superhéroe sin nombre buscando una oscuridad que no sé para qué mierda sirve. En el quinto piso había, o hay, estatuas egipcias sonriéndome. Tienen pequeños rostros de araña, y a su pesar me sonríen.
Apenas entrar al sexto aguardaba una telépata, sus ojos rojos
y serenos buscaron mi pupila. Un infinito de segundo observó y dijo:
"Tus pupilas no son azules ni brunas ni melancólicas ni secretas ni sabias ni sublimes ni otras ni puras ni desesperadas". No terminaba de maldecirla que el séptimo atracó con un galeón en cuyas velas estaba tu rostro insultándome. Los vientos fueron favorables a mi rabia y te hicieron descender. Aún veía la cara de la telépata en cuatro patas aullando como la Sibila del Velo Roto. Las cruces metálicas diagonales me hacían gracia. "Tú que todo lo sabes y todo lo puedes, entrégate a ella", me decían. Escuché y obedecí esa voz y giré hacia abajo y volví a verte,
la testa coronada por pequeñas serpientes con mi rostro besándote. Acerqué mi boca al espejo y te hablé así: "Hasta la muerte en esta vida,
amada de mi sangre que arde en tu lejanía".
Sin ser un verso brillante era una manera de hablar. No sé si la única, pero las condiciones no eran dignas de Ulises y vos aún no eras la Penélope nueva del vestido viejo e inmortal.
En la mitad del séptimo sello se abrió la partida y estuviste a punto de darme jaque, a punto, si no hubiera corrido a otra reina al rincón de una torre. Tuve ganas o lloré, el tiempo se hacía breve en el ascenso hacia sin vos. En el octavo una virgen de blanca certeza hizo una aparición digna del silencio. Diminuta como un colibrí su lengua se transformó en palabras inauditas: "Aquí estoy, desde tu nacimiento deslumbrada, buscándome". Hoy ha muerto un amor y ha nacido un amor. Ni la Virgen Inmaculada se enfrenta a esta compleja virtud. Hola amor, estamos ya en el comienzo del noveno piso. Puedes ver las guirnaldas del zodíaco, las cabras del monte y la flecha que surca siempre las noches trazándote en tu anterior ausencia. Quizá no vengas esta noche. Quizá pase muchas noches sin cubrirte. Quizá las sierpes ya estén muertas y el solo silencio tenga tu voz pura.
Llego a nuestra casa. En breve llegarás. Hola amor.
Víctor Redondo
Extraído de hotelceline.com.ar
Nació en Buenos Aires, Argentina en 1953. Integró los grupos de poesía El sonido y la furia y Nosferatu. Publicó Poemas a la Maga (Ed. Sunda, 1977); Homenajes (Ed. Ultimo Reino, 1980), que obtuvo el Primer Premio de Poesía Nicolás Guillén en conmemoración del Milenario de la Lengua Castellana (España) en 1978; Circe, cuaderno de trabajo 1979-1984 (Ed. Ultimo Reino, 1985) y Mercado de ópera (Ed. Ultimo Reino, 1989. Editó también la novela Las Familias Secretas (Ed. Catálogos, 1985). Varios de sus libros tienen re-ediciones. Dirige desde 1979 la editorial de poesía Último Reino, que ha editado 400 libros en los últimos veinte años.
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