9 de julio de 2010
La casa del investigador
Había en el florero un ramillete de brazos.
Mi amigo me había hablado
de un busto de cadáver sobre el piano,
que tenía una peluca.
Guardaba el anfitrión, para los niños,
en una estancia alegre y llena de color,
fetitos momificados con ropa de muñeca.
Noté algunas piernas de señorita
al pie de las puertas para impedir chiflones
y en su gran biblioteca, una pálida lengua
había sido adaptada como control de tele.
Varias nalgas servían de cojines en los amplios sillones de la sala.
Durante la comida, le pedí una cuchara
y abrió un largo cajón del trinchador
lleno de pies dispuestos, uno después del otro,
en cuyos muchos dedos se ordenaban, de plata, los cubiertos.
Tomamos el café en la terraza,
la sombrilla tenía color de pergamino.
Un intestino grueso servía como manguera
y una mano sin uñas hacía de rehilete sobre el pasto.
Para espantar las moscas,
en el techo giraban unos ventiladores
hechos con cuatro fémures y cueros cabelludos.
Como adorno en el baño,
ojos de mil colores bajo el agua,
en un bibelot de cristal cortado.
Estaba pensando en donar mi cuerpo,
cuando muera, a la ciencia.
Pero sería más útil dar mi computadora.
Carla Faesler
(Ciudad de México, 1967) ha obtenido el Premio Nacional de Literatura “Gilberto Owen”, es autora del libro de poesía Anábasis Maqueta, y de la plaquette Ríos sagrados que la herejía navega; su obra también ha sido publicada en diversas revistas y periódicos como Letras libres, Voz otra, La Jornada, y Reforma, entre otros.
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